
Toda la Biblia trata de la Alianza (berit en hebreo, diatheke en griego) establecida entre Dios y la humanidad. Comenzada en el Antiguo Testamento, la Alianza adquiere su rostro definitivo en el Nuevo, con Jesús. Se lee en la constitución dogmática Lumen Gentium, número 9:
«En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo…, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu» (cita según el número 781 del Catecismo de la Iglesia Católica)
San Pedro nos lo dijo en la noche de Pentecostés, y lo reiteró más adelante cuando se sanó el hombre tullido:
«Ustedes son los hijos de los profetas y los herederos de la alianza que Dios pactó con nuestros padres, al decir a Abraham: A través de tu descendencia serán bendecidas todas las familias de la tierra. Por ustedes, en primer lugar, Dios ha resucitado a su Siervo y lo ha enviado para bendecirles, con tal que cada uno renuncie a su mala vida.» (Hch 3, 25-26)
¿Y qué nos corresponde hacer a nosotros? ¡Qué es eso de renunciar a la mala vida? Lo resume Pablo en Romanos 12, 1-2:
«Les ruego, pues, hermanos, por la gran ternura de Dios, que le ofrezcan su propia persona como una ofrenda viva y santa capaz de agradarle; este culto conviene a criaturas que tienen juicio. No sigan la corriente del mundo en que vivimos, sino más bien transfórmense a partir de una renovación interior. Así sabrán distinguir cuál es la voluntad de Dios, lo que es bueno, lo que le agrada, lo que es perfecto.»
Es curioso que cuando en el pasaje anterior se habla de «tener juicio», se habla -literalmente, conforme el original griego- de ser «lógicos» o «razonables», pero el matiz es espiritual (en el Nuevo Testamento el mismo término solamente vuelve a usarse en 1 Pe 2, 2, cuando el autor habla de la «leche espiritual pura» o «leche no adulterada de la Palabra», según la traducción).
¿Hay pasajes explícitos que nos permitan reconocer la evolución de la Alianza, hasta llegar a Cristo? Desde luego. Si comenzamos con Noé (Gn 6.18), seguimos con Abraham y sus descendientes (Gn 15, 18-21 , etc.), luego con el pueblo de Israel bajo la guía de Moisés (Ex 19.5, etc.), después con David (2 Sm 7,12-16), llegamos al anuncio de la Alianza Nueva ( Jer 31, 31-34, entre otros textos), que es sellada con la sangre de Jesucristo (Lc 22, 20, por ejemplo). Este maravilloso hecho es el que recordamos en la Eucaristía, en la existe eco expreso de las palabras de San Pablo:
«De igual manera, tomando la copa, después de haber cenado, dijo: “Esta copa es la Nueva Alianza en mi sangre. Todas las veces que la beban háganlo en memoria mía.” Fíjense bien: cada vez que comen de este pan y beben de esta copa están proclamando la muerte del Señor hasta que venga. Por tanto, el que come el pan o bebe la copa del Señor indignamente peca contra el cuerpo y la sangre del Señor.» (1 Co 11, 25-27)
El contenido de la Nueva Alianza es la salvación.
«Por eso Cristo es el mediador de un nuevo testamento o alianza. Por su muerte fueron redimidas las faltas cometidas bajo el régimen de la primera alianza, y desde entonces la promesa se cumple en los que Dios llama para la herencia eterna.» (Hb 9, 15)
Dice el Catecismo:
«1223 Todas las prefiguraciones de la Antigua Alianza culminan en Cristo Jesús. Comienza su vida pública después de hacerse bautizar por S. Juan el Bautista en el Jordán (cf. Mt 3,13 ), y, después de su Resurrección, confiere esta misión a sus Apóstoles: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado» (Mt 28,19-20; cf Mc 16,15-16).» (fuente)
Eso explica que en la Biblia sea la historia de la Salvación, que no es otra que la historia de la Alianza, y de cómo, a pesar de las infidelidades, ella es mantenida por la misericordia de Dios, tal como recuerda el profeta.
«Esto dice Yavé: Me portaré contigo como tu lo hiciste conmigo: rompiste la alianza sin pensar más en tu juramento. Sin embargo me acordaré de mi alianza contigo cuando eras joven y estableceré contigo una alianza eterna. Te acordarás entonces de tu conducta y te avergonzarás de ella cuando recibas a tus hermanas, tanto a las mayores como a las menores, cuando te las entregue como hijas, sin renegar en nada de mi alianza contigo. Porque mantendré mi alianza contigo y sabrás que yo soy Yavé. Entonces te acordarás, te sentirás llena de vergüenza y no te atreverás a abrir la boca cuando te perdone todo lo que has hecho, palabra de Yavé.» (Ez 16, 59-63)
Pero hay más. La Alianza también incluye la familia, por cuanto esta hace parte del plan de Dios. Apenas son creados el hombre y la mujera imagen y semejanza, dice Dios:
«Dios los bendijo, diciéndoles: “Sean fecundos y multiplíquense. Llenen la tierra y sométanla. Tengan autoridad sobre los peces del mar, sobre las aves del cielo y sobre todo ser viviente que se mueve sobre la tierra.”» (Gn 1, 28)
Más tarde, en el segundo relato de la creación, Dios -en cuanto hombre y mujer son una unidad para caminar en la vida- la Biblia advierte que
«Por eso el hombre deja a su padre y a su madre para unirse a su mujer, y pasan a ser una sola carne.» (Gn 2, 24)
Estas palabras son reiteradas por Jesús en Mt 19, 4-8, donde además señala que por esa Alianza «lo que Dios ha unido, no lo separe el hombre».
Toda nuestra vida debe dedicarse a atender la Alianza de Dios con nosotros, con el fin de servir de tablas vivas (así como los diez mandamientos quedaron en tablas) de los compromisos eternos.
«Nadie puede negar que ustedes son una carta de Cristo, de la que hemos sido instrumentos, escrita no con tinta, sino con el Espíritu del Dios vivo; carta no grabada en tablas de piedra, sino en corazones humanos. Por eso nos sentimos seguros de Dios gracias a Cristo. ¿Cómo podríamos atribuirnos algo a nosotros mismos? Nuestra capacidad nos viene de Dios. Incluso nos ha hecho ministros de una nueva alianza, que ya no es cosa de escritos, sino del Espíritu. Porque lo escrito da muerte, mientras que el Espíritu da vida. » (2 Co 3, 3-6)